El señor de las moscas
6 de febrero de 2018
El Señor de las Moscas, es título de una película culta (no recuerdo si inspirada en una obra literaria), donde un grupo de niños queda atrapado en una isla solitaria; el abandono los va despojando de toda conducta civilizada hasta llegar al asesinato entre ellos, convirtiendo el filme en una alegoría sobre lo precario de nuestra cultura y nuestros comportamientos sociales. Este fin de semana, hubo dos hechos que me hicieron recordarla.
En Inglaterra, un representante popular (hagan de cuenta un diputado) llega quince minutos tarde a una sesión de la Cámara, sube al estrado para presentar una sentida disculpa y anuncia que, por ese motivo, dimite. La puntualidad es un invento nuestro, es artificial, no existe en el mundo natural, de ahí la importancia del gesto de este político hacia lo que es un valor creado por la humanidad, con el fin de entendernos y relacionarnos mejor entre nosotros mismos.
Aquí en Culiacán balean a un automovilista, la víctima no acaba de morir y los mirones ya se amontonan en torno suyo, cuando uno de los verdugos reaparece para rematarlo. El público pone el grito en el cielo ante la insensibilidad de los mitoteros, que en lugar de llamar por auxilio mejor se pusieron a videograbar el hecho. Por supuesto, nadie menciona lo del asesinato en medio no de una calle, sino de una arteria principal de la ciudad, nadie subraya el nivel de impunidad con que actuaron los asesinos, porque todo eso aquí es normal, lo que sí resultó intolerable fue el morbo con que enfrentó el hecho la gente de las cercanías, una reacción de lo más natural por cierto. Aquí y en China.
Nos la pasamos quejándonos de las taras que padecemos por nuestra idiosincrasia, grande se nos hace la boca manifestando nuestra desesperación por no vivir en un país desarrollado, en lugar de este birriero que no nos merece. Pero curiosamente, de los que se van de México por estricta necesidad, y que por suerte no deben hacerlo en barcos como lo están haciendo en la zona del Bósforo, rara vez regresan y de esos pocos a la mayoría los regresaron y ya andan buscando cómo volverse a meter; caso contrario a los que lo hacen por mejores motivos: una beca, un nuevo empleo, qué sé yo. De esos la mayoría vuelven, lo hacen porque no embonan, porque el subdesarrollo se lleva en la sangre, porque no se llega al desarrollo, se nace en él, por eso los que se quedan allá crearon la industria de la nostalgia: por su tierrita, por el cerro de los relices prietos, por las mujeres torteando. es decir, añoran el subdesarrollo del que huyeron y es que no lograron escapar de él, se lo llevaron con ellos y allá lo mantienen vivo, bien regado y abonado para que no deje de dar retoños, de ahí que cuando concluyen sus visitas se despiden a moco tendido, ellos también padecen de un sesgo (pero al revés) que no les permite ver todo lo negativo, todo lo que los obligó a huir. Por arte de magia, el infierno de ayer es el edén de hoy, de lo que se trata pues, es de tener motivos para la queja, para el reclamo, siempre y cuando sea hacia un tercero y no hacia nosotros mismos, porque somos mexicanos no ingleses, porque la puntualidad es una monserga y porque para decidir entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo conveniente y lo inconveniente, cada quien tiene su formulita y si el mundo no está de acuerdo en darnos gusto, pues mejor: más razones para quejarse.